La escritora americana Rebecca Jennings se preguntaba si la incesante autopromoción a la que están condenados los creadores está empeorando las obras artísticas que reciben sus lectores o sus espectadores. Concluía que, aunque es imposible saberlo, sí que está segura de que, gracias a internet, arte y comercio están más cerca que nunca. En un mundo en el que la marca personal de los famosos se ha convertido en aspiración general, esa pregunta es aplicable a casi cualquier trabajador: en todos los ámbitos, los procesos de exposición y difusión de contenido en redes se han convertido en algo casi tan importante como los propios objetos o acciones expuestos. Así que, ¿trabajamos peor cuando dedicamos horas a enseñar nuestro trabajo en internet? Puede que no, pero si el trabajo propiamente dicho no se resiente de todo ese empeño comunicativo, lo hará la vida personal de quien lo saca adelante.

Durante las últimas décadas, los sociólogos han prestado especial atención al modo en que las dinámicas surgidas en el ámbito de la economía y los mercados terminan afectando también a la vida cultural y afectiva de los ciudadanos comunes, y no solo a sus condiciones materiales. Por medio de discursos que se desarrollan en las escuelas de gestión empresarial y que, fuera de ellas, viajan a través de los libros de autoayuda, la publicidad y la prensa, el “pensamiento gerencial”, es decir, las teorías y los valores en principio destinados a la gestión de un negocio, han impregnado nuestras subjetividades. “Es imprescindible asumir que nuestro tiempo es el de la hegemonía del espíritu de empresa y de las nuevas subjetividades emprendedoras e individualistas que movilizan las capacidades al servicio de la rentabilidad”, escriben los profesores Luis Enrique Alonso y Carlos J. Fernández en Poder y sacrificio (2018, Siglo XXI). Los mismos autores defienden que la noción de “talento” preside hoy toda la narrativa empresarial y que de ella surgen otros conceptos como el de “marca personal” o el de “ingeniería creativa”.

“La creciente presión competitiva y las nuevas culturas de empresa han favorecido que, desde los años ochenta, la jornada laboral haya sufrido mutaciones significativas y se haya estirado hasta más allá de las ocho horas”, explica Fernández a EL PAÍS. “Sucede especialmente en lo que denominaríamos profesiones del conocimiento —matiza el investigador—, esas que están ligadas a algún tipo de procesamiento de la información con fines productivos: empresas de las nuevas tecnologías, consultoras, medios de comunicación, industrias culturales, universidades…”.